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Hay algo en la tarde que señala que este sí puede ser el momento. Una expectativa, un sol radiante y picajoso, una luz mediterránea. La fumata negra de la mañana de este jueves había pillado a todos un poco desprevenidos, incluso en la plaza de San Pedro. Caía algo de lluvia, hacía fresquito y muchos asistentes habían decidido refugiarse bajo la columnata. Cuando de pronto la chimenea comenzó a expulsar humo oscuro, fue como si el corneta hubiese tocado a rebato: todos los sentados se alzaron, cogieron sus móviles y se dispusieron a grabar el momento. No se puede decir que hubiera caras de decepción: nadie se esperaba en realidad que a esas horas saliese una bocanada blanca de la chimenea.
Pero por la tarde es diferente. Antes de las cuatro de la tarde ya hay llenazo en la plaza. Cuando las cámaras comienzan a enfocar a la chimenea, con la gaviota de siempre contoneándose sobre el tejado, los asistentes se levantan y enfocan sus cámaras. En la parte central, el sol cae a plomo y los más afortunados y previsores sacan sus paraguas. Es el momento triunfal de los religiosos: todos los franciscanos se cubren la cabeza con la capucha, excepto el hermano Massimino, toscano, tan tópicamente italiano que parece sacado de un calendario turístico, con su pelo blanco abundante y rizado, sus gafas negras de pasta y ese inconfundible aire de ir encadenando ristrettos hasta que el hígado explote.
Massimino no tiene favoritos: «Dejemos que actúe el Espíritu Santo», se excusa. Ni siquiera se permite apostar por sus compañeros cardenales franciscanos, aunque sí espera que el elegido siga la línea de Bergoglio. Massimino y su compañero, un fraile brasileño mucho más tímido, cubierto por la capucha, bromean con siete monjitas que aguardan la fumata tumbadas en el pavimento. Son muy jóvenes, alegres y guapas, todas ellas arracimadas bajo un paraguas. «Somos brasileñas pero llevamos en Italia en tres años», explica sor Salette. También vinieron el miércoles y no saben si van a poder volver el viernes, así que esperan tener suerte hoy con la elección. Forman parte de la comunidad católica Semilla del Verbo, con casas en Brasil y en Italia.
Hay estos días en San Pedro una variopinta confluencia de congregaciones religiosas de nombres tan creativos y ambiciosos que cuando uno se encuentra con un franciscano a secas dan ganas de abrazarlo para que no se venga abajo. Entretienen mucho la espera. La palma se la llevan siete señores vestidos con un hábito marrón con una gigantesca cruz de Santiago en el pecho. Parecen caballeros templarios. Los paseantes les tiran fotos como si estuvieran en Eurodisney y se hubieran encontrado con Pluto. Ellos aguantan con una sonrisa. Luego sacan los rosarios y se ponen a rezar.
Al cronista le ven una cara de estupor tan redonda que le dan una estampita de la Virgen: en el dorso aparece el nombre de su orden. Son los Heraldos del Evangelio. «Reconocidos por Juan Pablo II», apostilla, por si las moscas, uno de los hermanos. A su lado, los 32 católicos de la diócesis de Lansing, Michigan, que han venido con el padre Daniel Westermann pasan desapercibidos, aunque disfrutan como si hubieran alcanzado la meta en algún maratón. Se hacen fotos de grupo, ríen, alzan los brazos. El padre Daniel, un tipo joven, alto y simpático, los mira con una sonrisa amplia, que deja entrever una dentadura magnífica, hollywoodiense.
Ante esta exuberancia de hábitos talares, los curas normales -muchos de ellos latinoamericanos- llaman menos la atención. Cuando las cámaras enfocan la chimenea, a eso de las cuatro y media, enseguida hace su aparición la estrella del cónclave: la cigüeña pasota que camina a su bola por el tejado de la Sixtina y se acerca al tubo metálico, asombrándose tal vez por el inexplicable comportamiento humano. Para entonces la plaza ya había cobrado apariencia sanferminera, con las banderas más variopintas al aire: coreanas, indias, mozambiqueñas, brasileñas, polacas..., incluso españolas. Una de ellas la trae Carlo, un chaval de Librilla (Murcia) que ha venido solo al cónclave. Otra la ha puesto sobre una valla de madera Miguel Guyol, de Tenerife, profesor de Religión, que desde que vio por televisión su primera fumata, la de Benedicto XVI, quiso vivir una elección papal en la plaza de San Pedro.
De pronto, por las pantallas gigantes, se ve a la gaviota irónica con su pareja y un polluelo. Los asistentes aplauden este insólito reagrupamiento familiar sobre la Capilla Sixtina, sacan otra vez los móviles, ondean las banderas, aplauden. Y justo en ese momento, a las seis y ocho de la tarde, de la chimenea empieza a brotar una vaharada de humo blanco. Al pobre pollo ya no le hace nadie caso. Se desencadena una algarabía confusa y escenas de emoción: besos, algunas lágrimas, muchos brazos arriba. «¡Habemus papam!», grita un chaval con acento inglés.
Aunque la plaza está abarrotada, sigue entrando gente y cubriendo los huecos libres. El nivel de apretujamiento en las zonas más cercanas a la basílica alcanza niveles de avispero. Hay un entusiasmo contenido, un aguantar la respiración, un hacer cábalas, un cruzar apuestas. La policía actúa de manera expeditiva para que los recién llegados más entusiastas no traten de saltarse las vallas y meterse en las áreas que están cerradas. Cuando, una hora más tarde la fumata, el cardenal protodiácono se asoma al balcón de San Pedro, se genera un silencio de suspense. Entonces se anuncia el nombre.
Los asistentes se quedan fríos, con los gritos agarrados a la garganta. «¿Pero ese quién es?», se oye decir. Es como si esperaran a Mbappé y hubiera salido a saludar Lucas Vázquez. Un bajonazo. Se repondrán unos minutos más tarde, cuando alguien caiga en la cuenta de que 'Papa Leone' es un grito magnífico, que suena un poco a película de Disney, pero que enciende los ánimos con enorme eficacia. El discurso del cardenal Prevost ayuda a desempolvar el entusiasmo, sobre todo cuando se refiere a Francisco y cuando se dirige a los fieles en un español perfecto.
El 8 de mayo de 2025 ingresa así en los libros de historia. La lista de los Papas tiene otro León, el número catorce, y los fieles abandonan San Pedro satisfechos, convencidos de haber asistido a un momento crucial, decisivo. Como es imposible acceder a internet, solo algunos conocen los detalles de la vida de Robert Francis Prevost Martínez, el nuevo pontífice romano. Los demás tendrán que esperar para averiguar quién es de verdad el nuevo obispo de Roma.
Las televisiones no pueden entrar en la plaza de San Pedro. Deben aguardar pacientemente su turno en la Via della Conciliazione. Cuando los fieles salen en tromba, tras la elección papal, los reporteros buscan con desesperación a quién ponerle el micrófono. Las cadenas estadounidenses han cogido el mejor sitio y se han lanzado a la caza desesperada del compatriota católico, pero no hay muchos y son discretos; nada de banderolas ni de camisetas de los Lakers.
La CBS ha agarrado a un chavalín vestido de manera inexplicable y le están sometiendo a un tercer grado. Al cronista le hubiera gustado preguntarle ahora al padre Westermann y a sus 32 católicos de Michigan, pero a saber dónde estarán a estas alturas. Por fortuna, la casualidad ha querido que a su lado camine hacia la salida un tipo afable y sonriente, con pintas de actor secundario en películas de abogados, que habla con su mujer en un inglés maullante.
Se llama John Pawling y resulta que no solo es, como parecía, de Estados Unidos, sino que además nació en Chicago, patria chica del nuevo Papa. John ha venido a Roma solo para asistir al cónclave y se siente muy afortunado: «Ha sido algo totalmente inesperado y estoy feliz, pero no tanto porque sea americano, aunque eso sea significativo, sino porque es una persona muy humana e íntegra».
En cualquier caso, cree que Prevost incorporará diferencias con respecto al papado de Francisco, aunque no serán decisivas. «Creo que mantendrá todas las cosas positivas y que servirá sobre todo para unificar la Iglesia». John y su mujer se quedarán en Roma hasta el domingo. Con el Papa León XIV ya en la silla de San Pedro, les quedan dos magníficos días para disfrutar de la ciudad eterna.
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