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Jon Rivas
Domingo, 25 de mayo 2025, 20:55
El Santuario Militar de Asiago es un recordatorio de la locura de la guerra, dedicado a los caídos entre 1914 y 1918, un periodo en ... el que se paralizó el mundo real, también el deporte, y en el que también cayeron ciclistas, algunos de ellos héroes. Como Carlo Oriani, ganador del Giro de 1913 y que cuatro años más tarde murió en plena retirada italiana tras la batalla de Caporetto, después de contraer una neumonía por rescatar a un compañero de armas después de sumergirse en las frías aguas del río Tagliamento.
Ese curso fluvial arranca en los Alpes, por donde comienza a circular la carrera, que cada vez se pone más interesante. Allí, en Asiago, muy cerca del monumento al horror, Carlos Verona completó una aventura personal que acabó bien. En la meta le esperaba su mujer, Esther, y sus dos hijas, que se abrazaban al cuello de su padre, más por la ilusión de verle que por la victoria. La familia es así.
El corredor nacido en El Escorial fue el más listo, el más fuerte y el más rápido de una jornada de la que se esperaba mucho menos de lo que al final sucedió, así que tiene mérito el éxito de un gregario que llegaba al Giro para otras cosas, pero el adiós de Ciccone y tener a Pedersen malherido, cambió las cosas: «No venía al Giro pensando en ganar una etapa, y estaba feliz simplemente de estar aquí, apoyando al máximo a Mads y Giulio», pero «todo cambió cuando perdimos a Cicco. Hoy era mi día. No quería hacerlo por mí, sino por el equipo, sabiendo cuánto había trabajado Giulio para esta carrera».
Ciccone ya no está para dar guerra en la cabeza, pero permanecen casi todos los demás, y con la llegada de la media montaña se pudieron comprobar algunas cosas: a Primoz Roglic le empiezan a pesar los años en cada cuesta, y en un puerto de segunda, el Monte Dori, comenzó a perder sus opciones de repetir el éxito de hace dos años.
También quedó en evidencia que Egan Bernal parece estar de vuelta. El ciclista colombiano, en plena madurez, se ha convertido en un corredor atacante, rodeado además de un equipo que cree en él. Para Carapaz, también, el Giro es una oportunidad de volver a reivindicarse. Nunca se fue, porque vuelve una y otra vez, y ahí sigue poniéndole picante a cada ataque suyo o de un rival.
Lo del líder es otra cosa. Tendrá que empezar a elegir si es toro, como su apellido, o torero. Es listo, sabe colocarse, tiene suerte y se siente fuerte, pero a falta de una semana habrá que empezar a preguntarse si los esfuerzos que hace de más le pasarán factura, porque ya en la ascensión al monte Grappa, a 1.775 metros de altura, cuando el Ineos desplazó de los primeros puestos al UAE para poner la marcha que necesitaba Bernal, que cuando restaban dos kilómetros para la cima, lanzó un ataque que quería ser de largo aliento.
Reaccionó Del Toro enseguida, salió a defender su posición, como si no quedaran todavía kilómetros y kilómetros de ascensión desde el martes hasta el domingo. Carapaz también estaba allí, pero no Roglic ni Ayuso, que prefirió seguir a su ritmo, sin entrar en la provocación de Bernal.
Estaba la carrera revolucionada, con un grupo de buenos ciclistas por delante, con Bilbao y Verona entre ellos, y un pelotón cada vez más corto persiguiendo, y en la siguiente ascensión, la del Monte Dori, que fue donde el madrileño se soltó de todas las ataduras para irse a ganar la etapa, empezaron a saltarle las costuras a Roglic. Otra vez atacó Bernal, de nuevo sobreactuó Del Toro, como si fuera un gregario encargado de tapar huecos. Dos veces lo intentó el colombiano, otras tantas respondió el mexicano.
Y mientras, Ayuso reservaba fuerzas pegado al grupo, con sus lugartenientes del UAE llevándolo en taxi. Para entonces, a Roglic le aparecían todos los achaques. Minuto y medio perdió. No fue una etapa descomunal, pero sí una promesa de futuro.
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